En el informativo no dijeron nada de que fuese a nevar. Y la noche anterior no hacía el frío que anuncia esa blancura.

Miró por el ventanuco de la puerta. Y, sin subir las persianas de las ventanas como hacía cada día, prefirió abrir el filo superior de la puerta. No solía usar los dos filos. Encargar una puerta así había sido un capricho, en su obsesión por respetar lo máximo posible las formas de la casa, tal como la encontró la primera vez que la visitó, antes de comprar la propiedad. Y casi nunca la usaba. En verano sí, aprovechaba el cortinaje y dejaba el filo de arriba abierto. Entraba el aire y la estancia quedaba en sombra. Pero no en invierno aunque la puerta principal en realidad fuese aquella de la cocina y no la grande que daba al frente de la calle. No solía abrir por separado los filos de la puerta. Esa mañana quiso desayunarse en plena cara el frío nevado y su claridad, que entrase de sopetón y le soplase en el cuello de su pijama, aún caliente de la cama.

Afuera, por las macetas de la verja, unos metros más allá, calculaba palmo y medio de nieve.

Cuando estimó que ya le había dado suficiente frescor, sin pasar a frío, cerró rápido y subió las persianas de las ventanas de la cocina comedor, sala de estar -donde hacían casi toda la vida en invierno-, y caminó rápida y contenta hacia el dormitorio. ¡Fran! Menuda ha caído. Fran. ¡Despierta! Cúbrete los ojos que subo la persiana y te va pegar toda la claridad. Los perros la seguían impacientes. ¡Que sí, que ahora os saco! Hoy los truños van a parecer chocolatinas puntiagudas en medio de tanta nieve. Venga, muévete y sacamos a los bichos éstos. Que me voy a reír viéndoles en la nieve.

El hombre remolonó y le cogió la mano con la cabeza debajo de la almohada. Es domingo nenaaa, metete aquí otro rato. Si no se va a derretir. ¡Que no, que no habíamos visto una nevada como ésta desde que vivimos aquí! Levántate a verla por lo menos. Y luego me llevo a lo perros si no quieres acompañarme. En la calle no hay pisadas ni rodadas, y quiero ver a los perros cómo reaccionan, y sus huellas. ¡Que mala uva Rebeca, por los perros y por mí!

Aún la cogió, ya vestida, y la tumbó en la cama. ¡Que energía de mujer! Y le dió un beso largo agarrándole la nuca, intentando atraerla de nuevo bajo las sábanas. ¡Que no! Que me voy con los perros. ¿Donde he puesto mis gafas de sol? Esta claridad me mata los ojos sino las llevo. En el bolso, en la percha…¿O te las dejaste en el coche? No, están en el bolso, tienes razón. Pues aquí te quedas. Cuando vuelva, un zumito de naranja por favor. Espera doña azogue, que salgo contigo. Pero abrígate bien que con el frío que te da, luego vas a estar todo el día refunfuñando para que te de calor.

Calor, calor, si me vas a dar calor, ya te digo. Es domingo, domingo, que se no te olvide. Y por mucha sierra que sea esto, el arroz valenciano no te lo quita nadie.

LLegaron hasta el puentecillo del arroyo. Se veía alguna rodada por la calle principal pero nadie fuera. Cuesta abajo, a pocos metros, se salía del pueblo. Los perros ya no corrían. Se les notaba que querían volver a casa. Habían azuzado los rescoldos de la noche anterior que aún aguantaban en la chimenea. A los perros les encantaba quedarse en la esterilla de esparto, uno a cada lado del hogar, tirados. Debían de acumular ya mucho frío en las patas. Mejor volvamos ya, los animales están helados, como yo. De las dos mascotas, una era cruce de perdiguero y hacía honor a su instinto cuando le dejaban. Uf, Zeta ha visto algo. ¡Quieto, Zeta! Demasiado tarde. Salto la acequia y cruzó al parque de olmos al otro lado. Y ella lo siguió. ¡Rebeca, por Dios bendito, te vas a empapar! Deja que vuelva, si está el helado el muy tonto. No va a tardar en dar la vuelta. Cuando llegaba hasta casi el perro vío que escarbaba en la nieve muy concentrado y la miraba esperándo que llegase. ¡Qué has encontrado? No comas nada! Zeta! Ya vale! Cuando estuvo a la altura del perro éste se quedó quieto. La nieve dejaba ver un trozo de tierra con hierbajos mojados, y una mancha que parecía de aceite por lo espesa, y al lado, saliendo de la nieve, la pernera de un pantalón y un zapato.

¡Fran! ¡Ven, ¡Ven rápido! Dijo mientras sacaba el móvil del bolsillo para llamar a la Guardia Civil. ¡Zeta, ven! Y agarró al perro con la correa. ¡Agarra a Vico, que no se acerque que ese es capaz de morder algo. ¡Pero qué pasa! ¡Dios! Pero, qué…? Llama al alcalde con tu móvil, yo estoy llamando a…¿Sí, hola, soy Rebeca, la vecina de… teneís que venir ya aquí… creo que mi perro ha encontrado un cadáver… No, no pienso tocar nada. Me estoy alejando ya. ¿Pero con este frío? Bueno, Fran va a buscar el coche y deja a los perros, y yo me quedo aquí y no tocamos nada… eso tenlo por seguro… No, no estoy bien. Solo me quiero ir a casa. Me tiembla todo. Vale, vale. No, no se ve nada, solo la pernera y una bota de hombre… y el charquito ese que parece aceite de coche… es sangre. Vale, sí, aquí os esperamos.

Los quince minutos que tardaron en llegar se le hicieron eternos. Fran quería quedarse él, que fuese ella a por el coche y dejar a los perros, y de paso que se entrase en la casa y se calentase un poco. La veía tiritar mientras hablaba en trompicones. Es que no ves que me tiembla todo. Si me muevo me caigo. Porfa, ve tú. Yo me aguanto aquí sola, pero no me hagas moverme porque con el mareo y el temblque me caigo encima de lo que haya ahí debajo y la liamos. A ver si mientras llegan ellos me controlo un poco los nervios y puedo meterme en el coche. Le costaba mucho hablar, desde el instante en que vió el zapato y el charco marrón y lo asimiló los nervios se fueron apoderando de ella, aunque intentaba que no. La llamada a la Guardia Civil la hizo aún tranquila, pero a la segunda frase ya era un manojo tembloroso.

Solo deseaba que, por lo menos, no fuese nadie del pueblo, nadie conocido…